Aquella mañana no me
sentía especialmente atractivo, no es que acostumbre a llevar por las mañanas
la cara de Marlon Brando, pero llevaba dos días pensando que tratar de ahorrar
esos cuatro euros no fueron la mejor idea, exactamente el tiempo que hacía que
había pasado por aquella peluquería en que se ofertaban cortes de pelo a
varones por 7€, solo los miércoles.
No debo tener una
perspectiva muy real de mí mismo, a juzgar por los acontecimientos. Salía de
casa tratando de peinarme con una mano, sujetando a duras penas la mochila con
la otra, con ligeros toques de hombro muy entrenados y solo capaces de
reproducir con el brazo izquierdo, tratando de evitar que se escurriera por la
levemente mojada chaqueta de cuero negro. Al llegar al metro, bajando las escaleras
me crucé con el gesto sombrío de Lorena, entremezclado con esa sensación
incapaz de describir en músculos faciales implicados, pero a todas luces
conocido. Esa mirada de incertidumbre e incredulidad no se borraba con el paso
de los meses, algunas veces incluso de años, no hay nada peor que una persona
que te mira a los ojos y siente no poder ver a través de ellos. Mi mirada
sincera no es suficiente, y tratar de verbalizarlo hace tiempo que lo dejé por
imposible.
Como de costumbre a estas
horas de la mañana, el trenecito llega lleno, toca esperar al siguiente, con
menos paradas. Quizá por mi introspección matutina derivada de la desastrosa
faena de la señorita de la oferta en la barbería, me permito meditar un
momento, ¿cuántas cosas me estoy perdiendo? ¿Por qué no puedo permitirme ser
feliz ni si quiera durante un tiempo, con fecha de caducidad? Al fin y al cabo
es lo que todo el mundo practica, en mayor o en menor medida, con mayor o menor
acierto, con vistas a hoy o a mañana, tratando planes tergiversados que nunca
llegan a darse y, de hacerlo, no precisan de ese dispendio de tiempo invertido
con antelación. A mí, simplemente, no me hace falta esperar para saberlo.
Tomo el metro y, pese a
las precauciones, colisiono con una mujer alta, de raza negra y pelo afro, de
hermosos labios y mirada clara, - “I’m sorry”; -“No prob!” alcanzo a decir. No
es que mi inglés sea bueno, pero realmente la cabeza no me daba para mucho más
en aquél momento, Francia, un trabajo a 25km de casa, vistas a un extraño bosque
escarchado, chimenea, fragor, llantos… suficiente. Busco asiento y espero a mi
destino.
¿Podría realmente
hacerlo? ¿Está mi destino en alguna
parte? ¿Realmente hay final feliz? De haberlo… ¿sería, a estas alturas, capaz
de andar el camino necesario para llegar hasta él?.
La puerta se abre, salgo
con cuidado, subo las escaleras, doblo la esquina del bar con olor a café
vienés intenso y dulce, tan agradable como el olor a lomo y pan tostado a las
tres de la tarde, volviendo a casa; tomo la primera a la derecha, tras el
puesto de información a turistas, y allí estaba, bajo un árbol aparentemente
frutal de frutas realmente indescriptibles, esperando a que la lluvia bajara la
intensidad, al autobús, a mí, o qué sé yo. Recuerdo mi pelo, pero me acerco con
paso decidido a mantener durante escasos 10 minutos una intensa conversación.
Pocas veces he vivido algo así, aquella noche bebí demasiado, probablemente
ambos, los recuerdos eran vagos y las conversaciones confusas, mezcladas con
ilusión e interpretaciones nocturnas, ni si quiera tuve ocasión de rozarla, de
besarla, no me atreví. Realmente es bella, más aún de lo que recordaba, esa luz
oblicua proyectaba la sombra de sus pestañas en la parte superior de los
pómulos con tal gracia que invitaban a querer, a protegerla de todo mal, a
gritarle que no se preocupara, que estabas allí. Opté por ser sincero, decir
que llegaba tarde al trabajo, que de verdad disfruté la velada y que me
encantaría empezar una noche con ella, y no encontrarla a las 4 de la mañana
con más necesidad de ir a dormir que de mantener una conversación interesante.
La hermosa rubia de pelo
ondulado asiente, este viernes me toca cocinar, mi cabeza comienza a olvidar
las cuentas que tengo que preparar para el administrativo mañana y la idea de
un pollo al horno bien sazonado inunda mi mente, ella admite no querer
entretenerme, se marcha frunciendo cariñosamente la nariz, alarga su mano,
recorre mi brazo y toca sutilmente la punta de mis dedos. Pollo, risas, vino,
besos, caricias, sexo, pasión, aventuras, fines de semana, vacaciones, paseos,
planes, casa de dos alturas, Martin, casa de árbol, mudanza, trabajo, Jana,
miedos, rutina, tristeza, llantos...
Debería estar
acostumbrado, pero unas ocasiones resultan más duras que otras, no puedo evitar
dejar escapar un par de lágrimas al girar la cabeza y marchar con pocas ganas
hacia el portal de mi trabajo. Realmente no pedí esto, y maldigo al mundo por
no permitir que me equivoque, por ahorrármelo. Si pudiera ser como tú no
jugaría a ser yo.