viernes, 11 de octubre de 2013

El hombre que no pidió ahorrar



Aquella mañana no me sentía especialmente atractivo, no es que acostumbre a llevar por las mañanas la cara de Marlon Brando, pero llevaba dos días pensando que tratar de ahorrar esos cuatro euros no fueron la mejor idea, exactamente el tiempo que hacía que había pasado por aquella peluquería en que se ofertaban cortes de pelo a varones por 7€, solo los miércoles.
No debo tener una perspectiva muy real de mí mismo, a juzgar por los acontecimientos. Salía de casa tratando de peinarme con una mano, sujetando a duras penas la mochila con la otra, con ligeros toques de hombro muy entrenados y solo capaces de reproducir con el brazo izquierdo, tratando de evitar que se escurriera por la levemente mojada chaqueta de cuero negro. Al llegar al metro, bajando las escaleras me crucé con el gesto sombrío de Lorena, entremezclado con esa sensación incapaz de describir en músculos faciales implicados, pero a todas luces conocido. Esa mirada de incertidumbre e incredulidad no se borraba con el paso de los meses, algunas veces incluso de años, no hay nada peor que una persona que te mira a los ojos y siente no poder ver a través de ellos. Mi mirada sincera no es suficiente, y tratar de verbalizarlo hace tiempo que lo dejé por imposible.

Como de costumbre a estas horas de la mañana, el trenecito llega lleno, toca esperar al siguiente, con menos paradas. Quizá por mi introspección matutina derivada de la desastrosa faena de la señorita de la oferta en la barbería, me permito meditar un momento, ¿cuántas cosas me estoy perdiendo? ¿Por qué no puedo permitirme ser feliz ni si quiera durante un tiempo, con fecha de caducidad? Al fin y al cabo es lo que todo el mundo practica, en mayor o en menor medida, con mayor o menor acierto, con vistas a hoy o a mañana, tratando planes tergiversados que nunca llegan a darse y, de hacerlo, no precisan de ese dispendio de tiempo invertido con antelación. A mí, simplemente, no me hace falta esperar para saberlo.
Tomo el metro y, pese a las precauciones, colisiono con una mujer alta, de raza negra y pelo afro, de hermosos labios y mirada clara, - “I’m sorry”; -“No prob!” alcanzo a decir. No es que mi inglés sea bueno, pero realmente la cabeza no me daba para mucho más en aquél momento, Francia, un trabajo a 25km de casa, vistas a un extraño bosque escarchado, chimenea, fragor, llantos… suficiente. Busco asiento y espero a mi destino.

¿Podría realmente hacerlo? ¿Está mi destino en alguna parte? ¿Realmente hay final feliz? De haberlo… ¿sería, a estas alturas, capaz de andar el camino necesario para llegar hasta él?.

La puerta se abre, salgo con cuidado, subo las escaleras, doblo la esquina del bar con olor a café vienés intenso y dulce, tan agradable como el olor a lomo y pan tostado a las tres de la tarde, volviendo a casa; tomo la primera a la derecha, tras el puesto de información a turistas, y allí estaba, bajo un árbol aparentemente frutal de frutas realmente indescriptibles, esperando a que la lluvia bajara la intensidad, al autobús, a mí, o qué sé yo. Recuerdo mi pelo, pero me acerco con paso decidido a mantener durante escasos 10 minutos una intensa conversación. Pocas veces he vivido algo así, aquella noche bebí demasiado, probablemente ambos, los recuerdos eran vagos y las conversaciones confusas, mezcladas con ilusión e interpretaciones nocturnas, ni si quiera tuve ocasión de rozarla, de besarla, no me atreví. Realmente es bella, más aún de lo que recordaba, esa luz oblicua proyectaba la sombra de sus pestañas en la parte superior de los pómulos con tal gracia que invitaban a querer, a protegerla de todo mal, a gritarle que no se preocupara, que estabas allí. Opté por ser sincero, decir que llegaba tarde al trabajo, que de verdad disfruté la velada y que me encantaría empezar una noche con ella, y no encontrarla a las 4 de la mañana con más necesidad de ir a dormir que de mantener una conversación interesante.
La hermosa rubia de pelo ondulado asiente, este viernes me toca cocinar, mi cabeza comienza a olvidar las cuentas que tengo que preparar para el administrativo mañana y la idea de un pollo al horno bien sazonado inunda mi mente, ella admite no querer entretenerme, se marcha frunciendo cariñosamente la nariz, alarga su mano, recorre mi brazo y toca sutilmente la punta de mis dedos. Pollo, risas, vino, besos, caricias, sexo, pasión, aventuras, fines de semana, vacaciones, paseos, planes, casa de dos alturas, Martin, casa de árbol, mudanza, trabajo, Jana, miedos, rutina, tristeza, llantos...

Debería estar acostumbrado, pero unas ocasiones resultan más duras que otras, no puedo evitar dejar escapar un par de lágrimas al girar la cabeza y marchar con pocas ganas hacia el portal de mi trabajo. Realmente no pedí esto, y maldigo al mundo por no permitir que me equivoque, por ahorrármelo. Si pudiera ser como tú no jugaría a ser yo.

lunes, 3 de octubre de 2011

La sociedad del bienestar


Debatía hace poco acerca del bienestar. Si bien el personal se acerca a su límite en las cotas que cada cual imponga y, por tanto, es subjetivo, el social parece algo más tangible.

El bienestar social se podría considerar como una base, algo así como el lugar de partida, común a una cierta cantidad de gente, que aspirará a más pero, en principio, nunca a menos, es pues un bienestar común en el que, si todo marcha bien, cada cual colabora en algo que hace que la maquinaria de todos funcione.

Pero comentaba que discutía, y justamente es esto último lo que me hizo reflexionar y me empujó a escribir esta entrada. Todas las personas que pueden trabajan pensando en sí mismos, y a lo más en los suyos, allegados, cercanos. Pero la realidad es que, actualmente, lo que llamamos sociedad es algo parecido a un hormiguero, en el que cada cual hace una tarea que repercutirá en todos, y uniendo un poco de cada uno se obtiene un gran común que, con permiso del político, se reinvertirá en alcanzar objetivos comunes.

Entonces mi joven interlocutor mencionó a la sociedad romana, comentaba que “nunca debió caer el imperio” que, me argumentaba, “era perfecto”. Evidentemente una sociedad perfecta pasa por un bienestar social muy alto, y al preguntar caí me sorprendí con algo que ya sabía desde joven pero que nunca vi más útil que para aprobar un examen: Los romanos no trabajaban para vivir.
La pregunta siguiente es obvia, ¿quién lo hacía pues?, y la respuesta es trivial, si bien, de nuevo, no había parado a pensarla hasta ese momento: esclavos.
Visto a grandes rasgos, solían ser presos de guerra y no necesariamente tenías que ser tal, simplemente no ser un ciudadano romano te eximia de muchos derechos, sin que por ello hubieras de trabajar para un señor.

En realidad todo esto me lleva a un único pensamiento, posiblemente muy influenciado por mis gustos y, al fin y al cabo, por mi futuro profesional, pero es altamente probable que mi tertuliano tuviera razón, tal vez las hormigas no hayan avanzado tanto con su trabajo, y al fin y al cabo ellas no se preguntan ni plantean una vida mejor. Nosotros lo hemos visto en la historia, pasada y futura, en películas, pero siempre con papeles secundarios o apocalípticos, quizá el fin del mundo o simplemente una ayuda para la cocina, así que no puedo dejar de pensar que solo nos encontramos en un momento de cambios, de evolución necesaria, de bajar a la mina a trabajar nosotros mismos. Pero por qué no, tal vez nuestro futuro, nuestro bienestar social y la tan ansiada sociedad perfecta que tantas guerras ha causado pase por esclavizar, por dejar de trabajar, acudir a las termas, al coliseo, viajar y simplemente vivir, puede que pronto llegue el momento de repetir el idílico imperio, pero esta vez eligiendo bien a los esclavizados: autómatas o robots, que no sientan ni se pregunten por qué ellos y no nosotros. Ese día seremos auténticos ciudadanos romanos.

viernes, 4 de febrero de 2011

Seis días en blanco


Abro un ojo, pero no consigo ver nada. Huele raro, es un olor viciado aunque familiar, que no acabo de reconocer. Me duelen todas las partes del cuerpo, intento estirar las piernas, girarme, desperezarme, pero el lugar es estrecho, apenas entraría yo con alguien más. Toco mis bolsillos, vacíos, solo veo mi reloj y apenas siento el tacto de mis manos cuando rozo mi cuerpo.

Intento hacer memoria, mi casa, llaves… voy con prisa, acelerado, buscando la chaqueta, la encuentro, me la pongo, salgo. Huelo de nuevo, este olor tan de casa rústica, de madera, húmedo…

Sigo tratando de comprender algo, salgo a la calle, camino deprisa, abro el coche y arranco. Este olor… ¿Estoy en el coche?, no, no huele a limón y no puedo girarme.

Miro la hora, doce del mediodía del… ¡Han pasado seis días desde mi último recuerdo! .

Suena el móvil, descuelgo.

¡Ah!

martes, 15 de abril de 2008

Vive el juego



Martes 15 de Abril de 2008, 00:25h

Guardo partida, me levanto del ordenador y ando de puntillas, con los pies descalzos, hacia la puerta; coloco la mano sobre el pomo y empujo hacia abajo, con fuerza firme pero controlada, hasta que la puerta se viene ligeramente hacia mí: ya puedo abrir. Echo a andar por el pasillo, pensando en la suerte de llevar unos calcetines tan gruesos, conseguiré hacer menos ruido y no sentiré el, siempre frío, suelo. Intento no hacer contacto, volar; quiero poder levitar a tan sólo 1 centímetro de altura; siento que de no ser así alguien podrá oirme, alguien podrá asustarse, alguien podría mandarme a la cama… de hecho, podrían hasta preguntarme qué estoy haciendo, y no me quedaría otra que matarlo… ¡Qué fácil decirlo! Matar sin hacer ruido, difícil tarea. Me pregunto cómo lograría hacerlo en caso de que alguien saliera a mi encuentro; al fin y al cabo, hay que estar preparado para afrontar las situaciones. También me pregunto con quién podría toparme; lo normal sería con el abuelo, que tan cerca de mi cuarto duerme… ¡Cuantísimas veces me habré quejado de sus ronquidos! Y nada, el abuelo allí, pared con pared. Menos agradable sería aún encontrarme con mis padres, teniendo en cuenta el enorme respeto que por ellos siento; aunque, claro, habría que hacerlo y no existe situación imposible, tendría que ser fuerte y no pestañear. Lo peor de todo, pienso, sería ver a mi hermana, que me pregunta inocentemente y que yo, por toda respuesta, despierto a toda la casa con la sangría. Sería realmente espantoso.

¿Qué es eso?, parece que… sí, ¡joder!, son unos ojos… son ojitos, maldita sea, qué mala pata. Me acerco a paso de tortuga, entornando los míos y clavándolos en esos otros, impertérritos, lejos de la inteligencia, lejos de controlar la situación, lejos de adivinar que una de las personas que lo alimentaba iba a reventarle el hígado con esa patada… el gatito quedó tendido, cerca de la pared, debajo del espejo, sin mover ni un pelo del bigote. –“Esas almohadillas de sus pies me vendrían bien esta noche”, pienso.

Por fin alcanzo la puerta, muerto te miedo, ¡qué digo!, aterrado; no sé que hago, ni para qué. ¿Es una prueba?, en cualquier caso es lo que quiero y lo haré, o al menos lo haré, sin saber si quiero. Dichosa atracción ignorante e inconsciente. Mientras me planteo tantas dudas, ya he llamado a la vecina y le he pedido ayuda, desesperado. No estoy bien, le cuento mi problema: que todo empezó en una amenaza por internet, que le diga a su hijo que no vuelva a acercarse a mi hermana, que deje de poner la tele tan fuerte por las noches y que se cambie ese maldito corte de pelo, porque lo odio. Ella, sin entender nada, no deja de gritarme, que me marche, que no sabe de qué le hablo, que ni yo sé qué digo, que llamará a la policía y que me busque un buen psicólogo... acabo de darle tal revés que la mujer ha quedado tirada en el suelo, llorando e histérica. ¿Qué edad tendrá? Es increíble que jamás haya reparado en ello, porque creo que debe rozar los 50, pero tiene un aire juvenil que logra hacerla atractiva; quizá pasara por unos 30, pero arreglada y con algo de maquillaje. Ahora está despeinada, con un ridículo blusón desteñido y loca de remate. No deja de patalear y gritar, aunque no puedo quejarme. He acertado tan bien la patada, que he debido de partirle la mandíbula; ahora llora, pero apenas se le oye gritar. Como loco, algo parecido a un toro me mira desde el final del pasillo y viene hacia mí, desorientado y tan repugnante como de costumbre. –“¡Deja en paz a mi hermana!”, le digo y le repito, mientras el pobre chico apenas puede taparse las múltiples hemorragias que le he provocado. Por suerte llevaba un bolígrafo en el pijama, y un par de estocadas han bastado para calmarlo. Echo a correr y salgo a la calle. Hace frío y no hay nadie, no sé qué hago aquí, no sé si me aburro, no sé qué más puedo hacer; me siento en el punto más bajo del ser humano, me siento como el animal que, distante de ser racional, evita cualquier causa innecesaria que perjudique su moral… pero qué tétrica sensación, qué flamante poderío, qué tranquilidad más innecesaria haberle podido devolver el bofetón. Ahora no sé si también me preocupa lo que pasará, o si justamente es eso únicamente lo que me importa. Cargo partida.

Martes 15 de Abril de 2008, 00:25h

Me levanto del ordenador y ando de puntillas, con los pies descalzos, hacia la puerta; coloco la mano sobre el pomo y empujo hacia abajo, con fuerza firme pero controlada, hasta que noto que es posible unir la puerta con el marco sin armar mucho ruido. Me doy la vuelta, apago el flexo, me quito los gruesos calcetines y me tumbo en la cama.

No sabía que había dejado a Félix en el cuarto y, ya con los ojos cerrados, siento el cuidadoso caminar del animal que, casi como si levitara, avanza sobre mis piernas hasta tumbarse a mi lado. Ahora todo está en completo silencio, es un buen momento para no pensar… o hacerlo sobre todo a la vez, hasta quedarme dormido. Sin darme opción, concilio el sueño escuchando escabrosos asesinatos resueltos y sin resolver, que la pesada de mi vecina suele sintonizar a estas horas.

Y tú, ¿qué harías?

lunes, 31 de marzo de 2008

Principio sin final


Comienzo… Todos queremos tener un amigo cerca, siempre, pero en ocasiones sólo queremos a alguien que esté en el momento justo. Yo, sin ir más lejos, tengo amigos, buenos amigos, y algún confidente, pero es en días como hoy en los que necesito a alguien que escuche, sólo escuche, que no diga nada y que, si no lo cumple, sea para llenarme los oídos de las palabras que yo quiero. De seguir leyendo, hoy, ese, serás tú.

Adelanto… Es egoísmo, es humano, es sentirse vivo en los momentos en que menos lo disfrutas. Si me preguntas difícilmente sabre responderte, no, definitivamente no sé qué es diferente, todos tenemos días difíciles, un par al mes para ser exactos, y nunca coinciden con las desgracias, éstas no entienden de ánimos, son nuestras, salen de nosotros, las creamos o, mejor dicho, las modificamos, hacemos un mundo de un tropezón y quizá otro día nos levantemos sonrientes de una paliza.

Encamino… Es sin duda a un día complicado al que debo sentarme a escribir, al igual que sólo en los días nublados reparamos en que hay destino, al igual que sólo cuando llueve nos apetece observar a la gente pasar bajo tu ventana, y al igual que sólo después de una película de amor te arrepientes de haberle fracasado a esa chica que, aunque ahora menos niña, sigue viniéndote a la cabeza como si el paso de los años la hubiera perdonado.

Improviso… Necesitamos todos, unos más que otros, pasar tristeza, pena y debilidad para apreciar la alegría, la entereza, la racionalidad… pues de otro modo no habría forma de equiparar, nos faltaría una media para saber que la superamos. Me río yo del dichoso biorritmo, y pruebo siete diferentes en menos de un año.

Ya acabo… y espero que todo este sin sentido siga sin tenerlo, pues de no ser así no conseguiré lo que buscaba. Sólo si leyendo estos párrafos sueltos sientes lo mismo que yo al escribirlos, sólo si no sabes qué pensar, al igual que yo qué decir, y sólo si hoy lees y lloras cuando mañana te rías de ti y de mí… habrás conseguido dejarlo tal y como está: sin sentido, sin estructura, sin destinatario y sin final… habrás conseguido vivir este día, pues ningún otro te brinda la oportunidad de leer un trozo de papel y acabar mojándolo, sin saber por qué, sin buscarle una razón, sin ganas de que te den una explicación que se entienda pero no puedas sentir. Eso lo dejamos para mañana.

miércoles, 12 de marzo de 2008

A ella


Traicionaré a la suerte, pues tenía ganas de hablarle hoy a nadie, aun teniendo a mucha gente, de escribir sin saber qué decir, aun teniendo ideas, de teclear mientras mi mente baila con los pensamientos al son de lo que suena.

Hoy soy feliz, y no sé cuánto podría esto durar, me encuentro en equilibrio pues tengo todo lo que quiero y ansío lo que me falta, necesito lo que no tengo y sin dudarlo agradezco lo que poseo. No podría, aunque bien lo quisiera, escribir versos tristes esta noche, como decía un amigo mío del que ni su imagen conozco, ni su nombre recuerdo; pero yo, por ser menos poeta, profesional y original, te hablaré de lo mundano…

Tú eres aquella a quien no veo, a quien ni tan siquiera puedo decir que siento, eres aquella de la que tan sólo me acuerdo a veces y no se enfada, eres quien me comprende aunque ni yo sepa qué digo. Tú sabes entender cada verso mío, sabes compadecerte de mí cuando no lo pido, sabes agradecerme aunque no te de nada, aceptas como soy cuando no tienes por qué hacerlo, tienes en cuenta mi opinión cuando ni he hablado, consigues apoyarme cuando ni siquiera sabia que lo necesitaba, me hablas cuando estoy dormido, me miras cuando no me veo, me escribes cuando yo ni leo… me sigues cuando yo quiero, aunque no me de ni cuenta porque no pare a pensarlo, no me atosigas porque de tu presencia no me entero, estas aquí, conmigo, me reconoces cuando nadie admite nada y yo, yo ni te miro, ni te apoyo, ni sé tu nombre, ni te busco, ni te conozco… ni sé si quiero.